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Era comienzos de marzo en 2020 y, los que ya llevamos algunos años criando hijos, estábamos  aliviados e incluso entusiastas por el comienzo de un nuevo año escolar. No es que no disfrutemos  del verano y de las vacaciones; muy por el contrario, nos desvivimos por hacer de ese par de meses  una experiencia rica e inolvidable para nuestros retoños; les “sacamos el jugo” a los días de sol y  nos esforzamos por disfrutar “a concho” la oportunidad de compartir con nuestras familias de forma  ininterrumpida. Tanto así, que, al llegar a fines de febrero nos sentimos satisfechos, pero exhaustos. Como quien se lo come todo en un tenedor libre: feliz, pero a punto de reventar. 

Añoramos el orden, la rutina, e incluso la monotonía de los horarios de clases y actividades que se  repiten semana tras semana, casi de forma idéntica, pero que nos entregan una sensación de  estabilidad, seguridad y certeza para organizar nuestras vidas, aun cuando pareciera que corremos  todo el día en función del colegio, de las actividades extraprogramáticas, y de nuestras propias  obligaciones. Sabemos que disponemos de espacios más extensos en los que podemos hacer  “nuestras cosas” mientras los niños están seguros en otro lugar. Lo agradecemos. 

Así era todos los años, hasta ese año. 

Ese año, en la segunda semana de clases, nos dijeron que teníamos que ir a encerrarnos, cada familia  a su casa, sin ninguna receta que nos indicara cómo arreglárnoslas para convalidarlo todo.  

No había ni plan, ni fecha de término para esta pesadilla logística que nos dejó a todos de una pieza.  Muchos tenían que continuar yendo a sus trabajos y no tenían con quién dejar a sus niños, otros  tenían la opción de trabajar desde el hogar, pero la demanda constante de los pequeños, y no tan  pequeños, se nos hacía imposible; otros quedaron cesantes y, si bien, esto les permitía atender a sus críos, los dejaba en la más absoluta incertidumbre respecto de cómo iban a financiar todas sus necesidades.  

Además, a esto había que sumarle la angustia de vivir sintiendo que todo espacio externo al de tus  cuatro paredes se presentaba como una amenaza. Y el miedo, acrecentándose día a día al ver cómo  aumentaban los contagios y las muertes, cómo se iban llenando los hospitales, cómo se iban  agotando los ventiladores y cómo parecía colapsar todo nuestro sistema de salud. 

A pesar de todo, la vida tenía que seguir. Hubo que implementar, improvisadamente, sistemas de  educación a distancia que les permitieran a los niños seguir desarrollándose, pero eran precarios,  no estábamos preparados para lo que de pronto era nuestra nueva realidad, y nos tomó varios  meses poder armarlo y acostumbrarnos a él. 

Plataformas online, clases vía Zoom, conexiones fallidas, llantos de los niños que se frustraban por  no saber utilizar el computador, por levantar la mano y no tener respuesta, por no estar con sus  compañeros, por no poder salir a jugar, por no comprender lo que estaba pasando, por ver a sus  progenitores acongojados e irritables… ¡Era un caos! 

Sabemos cómo se siguió desarrollando la historia y que la dinámica se extendió por 2 años. Sabemos  que fue difícil, que hubo muchos momentos muy duros, que hubo que adaptarse, que lo pasamos  mal. Pero también sabemos que es parte de nuestra condición humana el ser capaces de  sobreponernos a las adversidades y encontrar la manera de salir adelante. Como adultos,  alcanzamos a vislumbrar que un par de años, comparados con lo largo de toda una vida, pueden no  ser mucho, y que tarde o temprano, las cosas tienen que mejorar, pero ¿y nuestros niños? ¿Se  imaginan lo que fue para ellos vivir todo este proceso? 

A ellos les tocó absorber de manera directa o indirecta todos nuestros miedos y ansiedades. Toda  nuestra preocupación, frustración, incertidumbre, rabia y la impotencia que irradiaban nuestros  cuerpos en forma de energía negativa y sin un contexto claro los inundó durante al menos buena  parte de los dos años que vivimos este encierro.  

Los cargamos y sobrecargamos de emociones para las que no estaban preparados, porque ningún  niño debería estarlo; y al mismo tiempo, les exigimos que siguieran cumpliendo con sus obligaciones  escolares, pese a las dificultades técnicas, le pedimos que no nos dieran más problemas de los que  ya teníamos, que cooperaran en la casa y que afrontaran este panorama oscuro e incierto con  resiliencia, en un grado igual o superior al que nosotros mismos fuimos capaces de demostrar. Es  como si, deliberadamente, los hubiésemos metido dentro de una olla a presión: encerrados y  sometidos a una situación de estrés emocional constante… Fuerte, ¿verdad? 

Este año los devolvimos por fin al mundo, armados de una mascarilla y alcohol gel, para que  retomaran su “normalidad”, y no deja de sorprender (al menos a mí me sorprende), que nos  extrañemos porque estén teniendo un mal comportamiento dentro de la sala de clases, o porque  su rendimiento académico ha decaído. Desde mi perspectiva, no nos estamos dando el espacio  necesario para evaluar y aceptar que, lo más probable, es que no exista ningún niño que no se haya  visto afectado emocionalmente, en mayor o en menor medida, por este fenómeno que golpeó sus vidas de forma tan abrupta a inesperada.  

Hace sentido que hoy se “hiperventilen” al encontrarse con sus amigos y compañeros dentro de una  sala de clases. Lógico que sus pequeños cuerpos no sean capaces de contener la montaña rusa de  emociones que los viene azotando desde hace dos años, que tengan cambios de humor y dificultad  para identificar, procesar y expresar sus sentimientos. Lógico que les cueste sostener la  concentración por más de 10 minutos. Lógico que busquen más contención y apoyo de lo habitual  en sus progenitores o cuidadores. Lógico que su personalidad esté alterada y nos cueste encontrar  la forma de lidiar con cosas que antes nos parecían tan sencillas… 

Lo extraño sería que actuaran como si no hubiese pasado nada. Que se mantuvieran inmutables  ante todos estos eventos, pero nos están pidiendo a gritos que les prestemos la atención y ayuda  necesarias para enfrentar este nuevo proceso de adaptación. ¿Qué más saludable? 

Sabíamos que la pandemia iba a tener consecuencias a futuro y ese futuro llegó. Tenemos que  actuar ahora. Es nuestra responsabilidad, como adultos, no sólo exigir buenos resultados académicos a nuestros hijos, sino también atender a sus necesidades básicas de desarrollo  emocional y psicosocial.  

Pongámonos los pantalones y hagámonos cargo. Entendamos de una buena vez que un abrazo o  una explicación amorosa pueden llegar mucho más lejos que un castigo. No los dejemos a la deriva  tratando de navegar un mar que desconocen. Tengamos compasión, paciencia y voluntad. Hay una  generación entera para la cual la pandemia fue más devastadora que cualquier cosa que podamos  imaginar y que no sabe cómo expresarse. Preocupémonos de entregarles las herramientas. Seamos  contenedores. Cuidemos y atesoremos lo que más amamos. 

Si queremos producir adultos felices, funcionales y que sean un aporta a la sociedad, el momento  de visibilizar y validar las emociones de los niños es hoy, no mañana, porque mañana ya es tarde.



Por: Bianca Caimi.

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